Páginas

martes, 8 de septiembre de 2020

La Pascua[1] eterna de los cubanos

 

Juan Carlos Rojas Lorenzo

 

Durante siglos, Cuba fue una isla de tránsito. Aquí encontraban destino los aventureros cesantes, las mujeres de medio manto que no hallaban lugar en las mancebías y disimulaban su condición ante las autoridades que muy a su pesar se veían obligados a perseguirlas por las pragmáticas de los timoratos y libertinos Felipes de la Casa de Austria, los judíos conversos obligados a sobornar a algún juez venal para que certificase, por 50 ducados, su limpieza de sangre y poderse así embarcar a las Indias que de otra forma le estaban vedadas por las Reales Ordenes, lo mismo que a los moros, meretrices, herejes, gitanos, extranjeros y abogados, estos últimos considerados particularmente perniciosos para el orden público, la paz de la república y la integridad de las haciendas y los caudales. También arribaban en notable abundancia los pícaros, frailes exclaustrados, y  toda clase de buscones y embusteros de oficio dispuestos a emprender cualquier fechoría por algunos maravedíes.

 

Al llegar al puerto de la hoy tan celebrada ciudad de San Cristóbal de la Habana, en los dos primeros siglos lo que se encontraban era un mísero villorrio de casas de tabla, adobe y muy ocasionalmente sobresalía alguna de cal y canto de algún personaje principal como Juan de Rojas, cobijadas con el noble penacho de las matas de palma que aquí se conoce como guano y que hasta hoy se sigue empleando por los habitantes de nuestros campos[2]. Después de dejar Sevilla, por entonces la mayor ciudad de España, el contraste debió ser grande, tanto como el golpe de calor y humedad en el rostro al abandonar la nao donde habían hecho hacinados, hambrientos y mugrosos, la carrera de indias. Muchos se quedaban en las inmediaciones del puerto, frecuentando garitos y tugurios de mala muerte, enzarzándose a cuchilladas por cuenta de mozas y naipes. La sociedad de entonces, incluso la alta sociedad, era ruda, salvaje y desenfrenada. Un Vasco Porcayo de Figueroa, quizás el de más rancio abolengo asentado en estas tierras en el primer siglo de la conquista, descendiente de la noble casa de los duques de Feria, dejó tieso al alcalde de la villa de Sancti Spiritus dándole “de puñaladas en cabildo” y por demás lindezas procreó más de medio centenar de hijos bastardos repartidos entre aquella villa, la de Bayamo, San Juan de los Remedios, Trinidad y Puerto Príncipe, habidos con las indias de sus encomiendas. La mayoría de los habitantes de estas poblaciones pueden presumir hasta la actualidad de tener ancestros blasonados en su árbol genealógico.

 

Unos se iban, otros llegaban, como sardinas. Era más lo que se llevaban que lo que nos dejaban, como es característico de todo sistema colonial. El sombrío monasterio-palacio del Escorial construido por Felipe II como expresión de su atormentada personalidad, fue revestido por dentro completamente con maderas preciosas cubanas, las caobas y los cedros que crecieron bajo este sol que tanto los incordiaba a ellos. Como resultado de este modelo eminentemente extractivista, la población permanente crecía poco y el desarrollo era lento. Los vicios de la colonia que nos legaron junto a otras taras, como la actitud ante el trabajo, tan opuesta a la ética protestante del trabajo, que fue, como señala Max Weber, uno de los condicionantes del surgimiento y desarrollo del capitalismo, se perpetuaron, como supo ver Enrique José Varona, en la República.

 

En una carta fechada en 1865 del Capitán General español en Cuba, Francisco Lersundi, a Antonio Canovas del Castillo, a la sazón ministro de Ultramar, y considerado por los historiadores conservadores de su patria como el más grande político español del siglo XIX, se puede leer:

 

“Aquí todo el mundo vive de paso...Éste es el campamento de un ejercito de comerciantes y mercaderes...No hay tradición en nada y, por consiguiente, en el orden moral no hay raíz y consistencia para nada”.

 

Esta condición se ha mantenido durante siglos. Sin embargo, la mirada desde afuera frecuentemente resulta preñada de suspicacias y prejuicios. Un país que estaba a las puertas de enzarzarse en cruentas guerras por la independencia, que se extenderían durante cien años, no puede estar precisamente carente de “raíz y consistencia”. Pero es innegable que estamos abocados a una especie de transitoriedad, como atados a un imperativo de lo efímero que hasta cierto punto nos determina. Las costumbres lúdicas y festivas hablan de una vida asumida como tránsito y no como permanencia. Esa misma condición nos hace adaptarnos rápido, y esto, contradictoriamente, nos convierte en un pueblo profundo, de una solidez extraordinaria.

 

Impasibles, hemos visto pasar la gloria de hombres e imperios, hoy sepultados en la bruma del tiempo, como aquellos infantes de Aragón que recordaba con profunda nostalgia Jorge Manrique en sus inmortales Coplas. Atrás han quedado modos de vida, usos, costumbres y tradiciones, implantadas por decreto y que carecían de esa linfa vital que garantiza su perpetuidad y sedimento en la arquitectura esencial del pueblo-nación. Otras han resurgido de una marginalidad a que habían sido confinadas por coyunturales decisiones e intereses con bases ideológicas. Prueba todo ello de que solo lo esencial perdura, y que esta isla, asumida como “paso” durante siglos, sabe sacudirse de las impurezas de lo efímero vindicando lo importante, revestida de una profunda, grave y silenciosa conciencia de si misma y de su destino.



[1] Pascua: del hebreo pesach, tránsito.

[2] “...las casas de tabla e guano las cuales son de Su Mastad. e sirvieron de apoçento a diego mazariegos en tiempo de su gobernaçión...” Actas del Cabildo de La Habana, 1566.

miércoles, 5 de junio de 2019

Volver





Quizás pocos recuerdan que San Pablo en la primera parte de su vida fue un judío ortodoxo, celoso guardador de la Ley del Antiguo Testamento y furioso perseguidor de cristianos. Los Hechos de los Apóstoles lo describen como que respiraba “amenazas de muerte contra los discípulos del Señor” (Hechos, 9:1). Pero en un momento todo eso cambió y hoy muchos le reconocen el merito de haber sido no solo el más activo Apóstol de Jesucristo, sino incluso el codificador y clarificador de la Teología de la nueva fe cristiana a través de sus brillantes epístolas. Para que ese cambio tuviera lugar fue necesario que se le apareciera el Señor mismo, y con palabras llenas de sentimiento le dirigiera aquel estremecedor reproche: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”(Hechos, 9:14). Al cambio operado en la vida de Saulo de Tarso en aquel lugar entre Jerusalén y Damasco se le denomina conversión.

Lógicamente, todo cambia constantemente como ya sabía Heráclito hace muchos siglos. Por eso el filósofo de Éfeso es considerado uno de los padres de la dialéctica. En una vida humana, generalmente a los cambios que se operan con el paso de los años se les asocia de una forma negativa con el proceso de envejecimiento, pero no son los únicos ni los más acusados. La literatura está llena de referencias muy amargas al hecho de que el tiempo implacable nos transforma en algo muy diferente a lo que fuimos. Alejo Carpentier escribió en algún momento algo asi como que “entre el yo presente, y el que hubiera querido ser, se ahonda el abismo de los pasos perdidos”. Por pasos, en una exégesis más bien laxa, entiendo ilusiones, las que guardan bien poca relación, desde luego, con la parte física o biológica del componente de la persona humana; en la elaboración de la idea de Carpentier más bien se toma como referente un momento en nuestras vidas en que la distancia del tiempo nos asegura que éramos mejores, más coherentes con un idealismo militante que a la luz del cinismo fatalmente desarrollado con los años casi nos parece ingenuo, aunque deseable, y luego la vida, los cambios, las pérdidas, las renuncias, las adaptaciones, las asociaciones, los pactos, las transacciones, nos convierten en lo que somos: una trágica caricatura de lo que una vez quisimos ser. Y basta adquirir conciencia de ello para que aún haya esperanza, recordando aquella etapa en que nos creíamos heroicamente llamados a un destino superior. Freud afirmaba que toda persona está convencida de su propia inmortalidad. Quizás esta convicción existe como un extraño mecanismo de adaptación y supervivencia. O quizás “ese mito demencial” encierra otras verdades y no estaba errado Nietzsche cuando hablaba de un círculo del retorno eterno, citado por Kundera al inicio de La insoportable levedad del ser, y de verdad de alguna retorcida manera somos inmortales: “La idea del eterno retorno es misteriosa y con ella Nietzsche dejó perplejos a los demás filósofos: ¡pensar que alguna vez haya de repetirse todo tal como lo hemos vivido ya, y que incluso esa repetición haya de repetirse hasta el infinito!”.

En algunos casos, para dar marcha atrás y retornar al camino en el momento en que empezó a torcerse, cuando sin darnos cuenta empezamos a renunciar al proyecto, un proceso compuesto de etapas que se van sedimentando como capas de manera imperceptible con la acumulación de decisiones equivocadas a lo largo de los años, no habría que esperar un nuevo ciclo de destrucción-creación de tipo cosmogónico y posiblemente baste, más que con un cambio, con una conversión: algo raigalmente transformador que permita reconquistar el proyecto y convertirnos, más que en lo que fuimos, en lo que alguna vez soñamos llegar a ser. Y aunque suene a manual barato de autoayuda, lo cierto es que el único paraíso definitivamente perdido es el que renunciamos a reconquistar, al igual que, como bien saben los militares, la única batalla perdida es la que previamente se consideraba perdida.

Sería arrogante esperar una interpelación personal de la divinidad al modo de la revelación que recibió San Pablo camino a Damasco para movernos al cambio. Con frecuencia experimentamos eventos fuertemente simbólicos, algunas veces traumáticos y otras sutiles, que bastan para convocarnos a la conversión, a un cambio radical en los estilos de vida, las metas y las interacciones con los demás, porque a fin de cuentas, la vida no es para siempre, y aunque lo fuera, no vale la pena vivir acosados por la sospecha de que lo pudimos haber hecho mucho mejor. Y si a fin de cuentas, como creía Nietzsche, estamos atrapados en un fatal círculo infinito de nacimiento-muerte, más vale hacerlo bien, o estaremos replicando los mismos desaciertos por toda la eternidad, y los mismos errores resonaran por la inmensidad desolada del universo una y otra y otra vez.

lunes, 29 de abril de 2019

La libertad de estar preso





Recientemente me pidieron un libro en circunstancias muy particulares. Primero, el peticionario, abogado especializado en derecho agrario y económico, sufre prisión por una tipicidad, el cohecho, que en estos tiempos casi se ha convertido en viral y está siendo duramente perseguida por el gobierno, sin resultados visibles. Segundo, me advirtió que probablemente no recuperaría el libro. No pude dejar de pensar con cinismo en Groucho Marx cuando bromeaba que la televisión ha hecho mucho por su educación: cada vez que alguien la encendía, él corría a otra habitación a leer un libro. En otros casos, como en este, no es la caja mágica, antes de rayos catódicos y hoy de pantalla plana y plasma, pero igualmente opio para las masas, sino el rudo “tanque”, entiéndase cárcel, lo que tiene un saludable efecto potenciador de la cultura.

También quiso que se lo dedicara, pero, ¿qué palabras dedicar a alguien que se encuentra en esta situación? Por otra parte, la dedicatoria de libros es casi un subgénero literario. La cárcel no es el fin del mundo, porque como decimos los cubanos que estamos fuera, de la tumba no se sale, pero del “tanque” si. Además, a despecho de la intención de los captores, han existido prisiones fecundas. Hoy conocemos a Julius Fucik básicamente por su “Reportaje al pie de la horca”. Mucho de lo mejor de Gramsci fue escrito en prisión, y no hay cubano que no conozca el famoso alegato de Fidel “La historia me absolverá”. Aquel pedante de Francisco I escribía a su madre desde el seguramente insoportable encierro a que lo tenía reducido su aborrecido enemigo Carlos V tras el descalabro de Pavía: “Todo se ha perdido menos el honor”. Como quien dice, mientras hay vida hay esperanza. Pero no creo que nada de esto reconforte a un espíritu atribulado por la falta de libertad.

Sin embargo, el tema de la libertad puede conducir por caminos discursivos capciosos. ¿Cómo escribir una dedicatoria aleccionadora a un preso sin recordarle que para perder algo, primero hay que poseerlo? Esquilo nos recuerda en su Prometeo encadenado que todos somos reos de la necesidad. Por otra parte, desde que nos pusimos las cadenas de la vida en sociedad que tanto aborrecía Rousseau –sin privarse de disfrutar a discreción sus beneficios agregados –, la libertad se reduce exclusivamente a hacer lo que nos está permitido, algo que es desafiado desde la época de Diógenes. En virtud del Contrato Social, el individuo renuncia a una cuota sustancial de libertad a favor del Estado, que se convierte en albacea o fideicomisario de la libertad de todos los individuos.

El magnifico Erich Fromm decía: “si soy lo que tengo, y si pierdo lo que tengo, entonces ¿quién soy?”. Porque la persona humana es mucho más que la suma de lo que posee, incluyendo la libertad. Baste recordar a Robert Burns que afirmaba que “un hombre es un hombre en cualquier caso”. O Montaigne que decía que donde quiera que haya un hombre se encuentra presente la forma entera de la condición humana. Hasta en una cárcel. Porque si de lo que te privan es de la libertad, podemos preguntar: ¿la libertad de que? Para alguien en situación de pobreza extrema, la libertad de morir de hambre. Para otros, la libertad de ser virtuosos porque se es muy pobre para pecar, o la libertad de andar descalzo si no tienes zapatos, o de pasar frío si careces de abrigo, o de dormir a la intemperie disfrutando el dosel maravillosamente estrellado del firmamento si no tienes casa.

En fin, estimado amigo y colega, ahí va mi dedicatoria, la que no pude ponerte en el libro que nunca te di: La cárcel te puede quitar muchas cosas, pero no la libertad.